Para comprender el conflicto de Irak y Siria, y la convulsión que se vive en la región de Oriente Medio, se deben tener en cuenta diferentes aspectos; entre ellos, las luchas de poder de las potencias tanto regionales (Israel, Líbano, Jordania, Arabia Saudí, Qatar y Turquía) como internacionales (Rusia, EEUU, China y Francia) y, por otro lado, cuestiones sociales, políticas, económicas y religiosas internas del estado sirio.

En el marco de las cuestiones religiosas, la aparición de ISIS y su protagonismo en el conflicto es claro. En el contexto sirio, ISIS aprovechó la percepción creciente entre muchos suníes de que el gobierno, de dominio chií, los perseguía, los privaba de recursos y los excluía del poder. El arresto de figuras políticas suníes de alto nivel y la fuerte represión de la disidencia suní se convirtieron en los mejores canales de reclutamiento para ISIS. La concepción de ISIS se desmarca en algunos aspectos de Al Qaeda, sobre todo en cuanto a los objetivos del grupo. ISIS tiene la intención de crear un califato: un estado islámico que agrupe todo el mundo árabe, desde una visión muy extremista y radical del Islam. Es en este contexto expansionista, que ISIS toma parte en la guerra de Siria, procedente de la frontera con Irak.

En 2013 ISIS se convirtió en el grupo rebelde más poderoso del norte de Siria. Como había hecho previamente en Irak, dedicó esfuerzos a islamizar la población de las zonas que tenía bajo control, al tiempo que combatía otros grupos rebeldes, tanto kurdos como partidarios y detractores del presidente sirio Bashar al Assad.

Por otro lado, entre las múltiples y complejas causas del conflicto sirio se encuentra la gestión del proceso de reforma política del país. En este sentido, la primavera árabe representa un punto de inflexión.

Desde finales de 2010, el Norte de África y Oriente Medio viven inmersos en una situación de cambios políticos que han modificado las relaciones internacionales y la geopolítica de la región.

Las protestas de distinta índole e intensidad que se produjeron entre diciembre de 2010 y marzo de 2011 dieron lugar al inicio de un proceso de cambio político y social en todo el mundo árabe; un proceso que abría oportunidades para la esperanza, no sólo de cambios de régimen sino también de cambio social.

Pero las expectativas sobre una posible liberalización económica y apertura política se han visto frenadas por la aparición de regímenes militares autoritarios, como en el caso de Egipto, o bien de estados en situación de quiebra, como en el caso de Libia, y han llegado a desembocar en conflictos armados, como en el caso de Siria.

Los regímenes autoritarios, mediante fuertes represiones, han truncado la posibilidad de que una ciudadanía más organizada emergiera y se consolidara. Estos efectos de contrarrevolución de las élites más tradicionales han supuesto una polarización de las sociedades de Oriente Medio, de la que están sacando rédito los movimientos más radicalizados y extremistas.

En Siria, la muerte de Hafiz al Assad en 2000 y la sucesión en el poder por parte de su hijo Bashar al Assad convirtieron al país en una república heredada, aunque con bastantes esperanzas de cambio depositadas en el nuevo gobernante joven, que había estudiado en Occidente. Este cambio, sin embargo, no se materializó. A pesar de la relativa mejora de la economía siria (consecuencia de la sustitución de los viejos dirigentes fuertemente ideologizados por tecnócratas más pragmáticos), la situación del país estaba cerca del colapso. La pobreza (que afectaba al 30% de la población), la sobredimensión de la estructura burocrática y la fuerte corrupción existente desembocaron en un malestar interno, que culminó con protestas que reclamaban libertades, reformas políticas y poner fin a la corrupción.

Los clanes de Al Asad y el núcleo del régimen controlaban los sectores económicos más importantes, las principales empresas del país, todos los resortes del poder político y una densa red de servicios secretos destinados a mantener la población bajo control y evitar cualquier tipo de disidencia. El uso de la fuerza por parte del ejército para reprimir las protestas de 2011 dejó claro que Bashar no huiría como Mubarak o Ben Ali, sino que utilizaría toda la fuerza para impedir la caída del régimen.

A la negativa internacional de apoyar una intervención armada y a una oposición incapaz de derribar al régimen y cada vez más fragmentada, hay que añadir cientos de milicias que combaten en Siria, armadas y financiadas por las potencias regionales, en defensa de intereses propios. El mosaico de milicias que se ha desplegado en el conflicto es complejo, y los apoyos no se realizan estrictamente en clave interna de Siria, sino que tienen un trasfondo regional. Éste es el caso del apoyo de Turquía, que está participando en el conflicto y que, conjuntamente con los EEUU, financia y apoya a los grupos que luchan contra ISIS dentro del territorio sirio, concretamente en el denominado «Ejército Libre de Siria». Este grupo rebelde también recibe apoyo de otras potencias regionales, como Qatar o Arabia Saudí.

Se han creado así las condiciones para que los combatientes islamistas puedan aprovechar el conflicto. Estado Islámico, lejos de enfrentarse directamente al gobierno de Siria, interviene en los enfrentamientos entre milicias opositoras, con el objetivo de afianzar los territorios del califato proclamado y que defiende.

El conflicto armado en Siria, con múltiples bandos, se está dilatando en el tiempo, desde 2011, y provoca una avalancha de personas refugiadas y desplazadas internas que buscan huir de la violencia.

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